Recordemos por un momento cómo hemos vivido los cubanos. Moviéndonos a pie, bajo el sol o la lluvia, en la vereda de peligrosos caminos y carreteras o imbuidos en el tráfico infernal de nuestras polutas ciudades. Viajando localmente en hacinados transportes, colgando de las puertas, en escaleras de camiones, sobre volquetes, u otros medios desvencijados. Viajamos sin cinturones de seguridad, bolsas de aire, ni salidas de emergencia; carentes de extintores de incendio y fumigados en el interior por gases de escape. Nosotros los cubanos cubrimos distancias colosales subidos en la parte trasera de remolques, jaulas para transportar animales, grúas, tanques cisternas o entre mercancías peligrosas.
Construimos sin cascos, guantes, ni botas antideslizantes, dieléctricas o impermeables. Pintamos techos, paredes altas y azoteas, sin gafas antisalpicaduras, máscaras purificadoras, cinturones de seguridad ni mallas protectoras. Nuestras tomas de corriente, al igual que los interruptores eléctricos o los metrocontadores, no tienen protección contra niños pequeños, y muchas veces carecen hasta de sus tapas ordinarias.
La vida es un misterio. Somos tan frágiles como un delicado mecanismo de relojería. Cualquier pequeñez puede averiarnos o acabar con nuestra vida. Y por si fuera poco, el orden existente no ayuda, sino todo lo contrario: parece empujarnos a ese punto de “no retorno”. Con lo frágil que es la vida, con lo cerca que estamos de un final fatal, a veces me pregunto, ¿cómo es que los cubanos seguimos vivos?
0 comentarios:
Publicar un comentario